No lo dudó,
prendió su mano y salieron como almas que lleva el diablo. Cincuenta y cuatro
peldaños más arriba su Loft, en la tercera planta, ella, los dos y las
Walkirias, entonces sí que se iba a colocar una corona. Entre risas y alborozo, y alguna que otra incorrección ante
los vecinos, llegaron. Abrió la puerta con la mayor
prisa posible y se abalanzaron hacia el interior como quinceañeros desbocados.
Cuando recuperaron la verticalidad, una sonrisa nerviosa, un voy al servicio,
un de acuerdo, y la pregunta nefasta por la que debería estar dándose aún de
golpes contra esa pared: «¿Te apetece algo?»
No hizo falta ya nada más, acababa de caer en la cuenta; ni escuchar su voz tras la puerta entreabierta: «Huevos
a la mimosa». Ni ver la amplia sonrisa dibujada en su cara. «Bacín, bacín,
bacín, bacín…» Lo ha hecho de nuevo. Te acaba de hundir todas las falanges de
la mano y no te has dado cuenta. Tres años, tres, sin entrar en una cocina y
caes como un simple aprendiz. No sé si tirarla por el balcón.
Hacía tres años
que no cocinaba. El mejor cocinillas que existía en los alrededores del mundo, lo había dejado todo por causa de unos Huevos Mimosa.
Más que por ellos por la mayonesa. Su mayor vergüenza: «Tres docenas de huevos
le hemos traído, y ya va por el trigésimo tercero»
Al trigésimo cuarto
consiguió que no se le cortara. La audiencia y público en general de aquella noche en el directo televisivo
mayor del año, tuvo chistes para seis meses. Mientras estaba perdido en su
vergüenza, ella se le había adelantado. «La minipime, la sa, er limó, el aseite
(de girasol y de oliva, quillo), y er vaso de batidora» iba cantando mientras
le llevaba a empujones chicos hacia el abismo. «Bacín, bacín, bacín, bacín»,
se decía mientras intentaba escapar de aquello, pero era inútil.
Comentarios
Publicar un comentario