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EL BACÍN Y LA MAYONESA (III)




 Abocado a su Kraken particular enfrento la encimera sudoroso, con estertores, dando los últimos coletazos del pez que fuera del agua, agoniza. De fondo, esa musiquilla que tanto odiaba “cocinando me doy una maña que no hay en España…”, que en un tris, ella, puso a sonar en su móvil para su tortura.
Las cantidades estaban claras, lo que debía hacer también. Exprimió el limón con cuidado de colar pulpa y huesos. Como buen maniático limpio la cascara del huevo estropajo en mano, como quien limpia unos mejillones. La sal necesaria, dos pellizcos, esa cantidad que solo saben los buenos y que parece fácil,  que son como las dos cucharadas de aceite que luego resulta ser el fondo de la sartén.

Los sudores fríos se le acumulaban uno tras otro y ya no podía dilatarlo más. Cogió el vaso, comprobó que estuviera seco, muy seco, tipo desértico. Tres trapos uso para asegurarse que no había resto de agua, aún así, antes de verter el aceite de girasol cogió un papel absorbente y lo repaso por si el vaho de la cocina pudiera afectarle. Vertió el aceite, diez mil veces que lo hiciera diez mil a la misma altura, era milimétrico. A continuación el aceite de oliva, siempre virgen de primera presión, un quiebro de muñeca de director de orquesta dando la entrada al concertino para iniciar el Wiegenlied op. 49 nº 4 de Johannes Brahms.

Todo dispuesto, el huevo ocluido entre los aceites, la sal, el limón, todo, todo menos él. Y que majo Antonio Molina, “Cocinero, cocinero, enciende bien la candela…”, podía haber sido solo minero y ya está, pero no.






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