Abocado a su Kraken particular
enfrento la encimera sudoroso, con estertores, dando los últimos coletazos del
pez que fuera del agua, agoniza. De fondo, esa musiquilla que tanto odiaba
“cocinando me doy una maña que no hay en España…”, que en un tris, ella, puso a
sonar en su móvil para su tortura.
Las cantidades estaban claras, lo que debía
hacer también. Exprimió el limón con cuidado de colar pulpa y huesos. Como buen
maniático limpio la cascara del huevo estropajo en mano, como quien limpia unos
mejillones. La sal necesaria, dos pellizcos, esa cantidad que solo saben los
buenos y que parece fácil, que son como
las dos cucharadas de aceite que luego resulta ser el fondo de la sartén.
Los
sudores fríos se le acumulaban uno tras otro y ya no podía dilatarlo más. Cogió
el vaso, comprobó que estuviera seco, muy seco, tipo desértico. Tres trapos uso
para asegurarse que no había resto de agua, aún así, antes de verter el aceite
de girasol cogió un papel absorbente y lo repaso por si el vaho de la cocina
pudiera afectarle. Vertió el aceite, diez mil veces que lo hiciera diez mil a
la misma altura, era milimétrico. A continuación el aceite de oliva, siempre
virgen de primera presión, un quiebro de muñeca de director de orquesta dando
la entrada al concertino para iniciar el Wiegenlied op. 49 nº 4 de Johannes
Brahms.
Todo dispuesto, el huevo ocluido entre los aceites, la sal, el limón,
todo, todo menos él. Y que majo Antonio Molina,
“Cocinero, cocinero, enciende bien la candela…”, podía haber sido solo minero y
ya está, pero no.
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