Llegamos tarde. Por más medios que intentamos poner, no fue suficiente. Ahí estaba sentada. La luz asomaba por el ventanal. Ella silente, su piel tersa, cérea, compuesta con un vestido de flores, un lazo rosa, carmín en sus labios, y sus profundos ojos abiertos con una oquedad tan inmensa que sobrecoge. No había mueca alguna en sus encarnados labios ni el más mínimo atisbo de pena, alegría, dolor, temor, odio, nada, simplemente reposaba uno sobre otro en calma. Parecía la anfitriona del gran salón de juego de su casa de muñecas que con tanto orgullo exhibía a sus invitados. Llegamos tarde, y aquella maldita noche a las puertas del juzgado esperando que llegara la orden de actuación duró una eternidad. De qué sirvieron las escuchas, las pruebas que apuntaban a aquel desenlace. De qué sirvieron los múltiples avisos, «eres mía y no saldrás de mi vida nunca, antes, te mato» Cuando llegamos, estaba todo consumado, la sedó, colocó una vía en sus brazos y dejó que ese le fuera la vida poco a poco en la bañera, en la tibieza del agua. La lavó, la secó, hidrató su piel y la vistió para su ocasión, como siempre para él, sólo él. No había rastro de violencia, solo estaban ella, la muñeca rota, y el juguetero sonriente, feliz y enchido de orgullo « ¿ves que guapa estás? Ahora seremos felices. Nunca más tus cosas me obligarán a reprenderte, corregir tus defectos, herirte»
Una vez más Sr. Juez, llegamos tarde.
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