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EL TESTIGO


Se sentía como Dorian Gray, eterno, y testigo de la historia desde la segunda mitad del siglo XVII, con una posición ventajosa sobre los demás. El tiempo no había conseguido hacer mella en él, pues fue tallado, bruñido y decorado para ser presentado ante la corte como el mejor. Nadie se le ponía de frente y le aguantaba la mirada, escondía su pena, sus temores, o sus vergüenzas, no, ante el no. Era indiferente a la oscuridad, pues el más mínimo rayo lo hacía visible al resto, y la luz le hacía protagonista absoluto. Todo el que pasaba a su lado, por muchas veces que lo hiciera, se giraba ante él y daba igual rango o posición social. Nunca olvidaba esa primera vez en la que se cruzaban la mirada, ni las afrentas de los impertinentes niños que con el menor de los respetos le sacaban la lengua y se mofaban escondidos tras las faldas de sus madres. Sonreía socarrón, y como apostado en su puerta  esperaba el paso de los años, pues con el tiempo volverían a él y le rendirían pleitesía, se vengaría de ellos y de sus muecas mostrándoles en lo que se habían convertido, y ya no podrían esconderse tras los miriñaques con polisones. Ahora, encerrado en su sarcófago envuelto entre algodón y en compañía del silencio de la oscuridad, espera a que algún palacio le devuelva el esplendor pasado, y ser el gran espejo de salón que siempre fue.

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