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EL GIN Y EL HAM (XI)



La mesa quedó despejada de todo lo anterior. Platos, copas y cubiertos fueron sustituidos. La iluminación cambio, e incluso hasta la música. Se me escapó un ¡Coño, Rosendo!, que no sé muy bien que pintaba en ese momento, pero me pegó un subidón total. Ahí andaba yo cabeza para acá, cabeza para allá, cuando unas hábiles manos, heladas como siempre, me colocaron un pañuelo de seda sobre los ojos y encima otro más para asegurarse que no veía. Terminada la maniobra seguí con mi baile heavy cabeza para acá, cabeza para allá, eso sí, sin  levantarme de la silla pues el tortazo podía ser morrocotudo.

- ¿Estáis preparados? Se oyó nítidamente, desde un lugar no muy próximo, pero tampoco procedía de la cocina.

- Si, ya lo tengo. ¿Hace falta que le ate las manos a la silla, o solo con los ojos es suficiente?

- No, tendrá que usar las manos pero dile que pare, que se parece a José Feliciano o Steve Wonder, para el caso da lo mismo.

- Hala, venga, ya has oído a David, estate quieto y concéntrate.

- No os paséis, que encima me estoy ofreciendo voluntario a vuestras maniobras. Ah, y tú  puedes estar tranquila que me has apretado bien los pañuelos. Ya veremos si no me salen los ojos por los tímpanos.

No hubo respuesta, pero note en el cogote como me hacían burlas. Y tras la burla, un silencio. Rosendo no desgarraba su garganta, no se oía nada.

- Ya esta, me han abandonado. El chino definitivamente me ha levantado a la mi chica y se ha largado. Pues me quedo con el piso de la Sierra y con este  

Justo enfrente empecé a notar un sutil jaleo, y más o menos coincidente en el tiempo, movimiento delante de mí como cuando te sirven algo. Una pausa, silencio de nuevo. Agitar de telas, y movimientos a mi espalda.

- No sé lo que estáis haciendo, pero esto que me habéis puesto delante se va a enfriar. Bueno, no que es el sushi, pero me da igual.

No surtió efecto. Silencio. Bueno, respiraciones de risas. Silencio. Al punto de tirar la toalla y quitarme los pañuelos de los ojos...

- ¿Preparado? Pues a la de tres quitamos la venda y levantas la campana.

Un «Vale» respondió tras de mí. Y en mi cabeza un «por fin».


Efectivamente, con una perfecta sincronización desaparecieron los pañuelos y la campana del plato. Aún tardé unos segundos en acomodar la vista, pero el espectáculo que había en mi campo de visión  hizo que mis ojos bailaran  del plato al espectro que tenía delante varias veces, y a cada ida y venida, estaba cada vez más atónito.


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