La mesa quedó despejada de todo lo anterior. Platos, copas y cubiertos
fueron sustituidos. La iluminación cambio, e incluso hasta la música. Se me
escapó un ¡Coño, Rosendo!, que no sé muy bien que pintaba en ese momento, pero
me pegó un subidón total. Ahí andaba yo cabeza para acá, cabeza para allá,
cuando unas hábiles manos, heladas como siempre, me colocaron un pañuelo de
seda sobre los ojos y encima otro más para asegurarse que no veía. Terminada la
maniobra seguí con mi baile heavy cabeza para acá, cabeza para allá, eso sí, sin levantarme de la silla pues el tortazo podía
ser morrocotudo.
- ¿Estáis preparados? Se oyó nítidamente, desde un lugar no muy próximo,
pero tampoco procedía de la cocina.
- Si, ya lo tengo. ¿Hace falta que le ate las manos a la silla, o solo con
los ojos es suficiente?
- No, tendrá que usar las manos pero dile que pare, que se parece a José
Feliciano o Steve Wonder, para el caso da lo mismo.
- Hala, venga, ya has oído a David, estate quieto y concéntrate.
- No os paséis, que encima me estoy ofreciendo voluntario a vuestras
maniobras. Ah, y tú puedes estar tranquila que me has apretado bien los
pañuelos. Ya veremos si no me salen los ojos por los tímpanos.
No hubo respuesta, pero note en el cogote como me hacían burlas. Y tras la
burla, un silencio. Rosendo no desgarraba su garganta, no se oía nada.
- Ya esta, me han abandonado. El chino definitivamente me ha levantado a la
mi chica y se ha largado. Pues me quedo con el piso de la Sierra y con este
Justo enfrente empecé a notar un sutil jaleo, y más o menos coincidente en
el tiempo, movimiento delante de mí como cuando te sirven algo. Una pausa,
silencio de nuevo. Agitar de telas, y movimientos a mi espalda.
- No sé lo que estáis haciendo, pero esto que me habéis puesto delante se
va a enfriar. Bueno, no que es el sushi, pero me da igual.
No surtió efecto. Silencio. Bueno, respiraciones de risas. Silencio. Al
punto de tirar la toalla y quitarme los pañuelos de los ojos...
- ¿Preparado? Pues a la de tres quitamos la venda y levantas la campana.
Un «Vale» respondió tras de mí. Y en mi cabeza un «por fin».
Efectivamente, con una perfecta sincronización desaparecieron los pañuelos
y la campana del plato. Aún tardé unos segundos en acomodar la vista, pero el
espectáculo que había en mi campo de visión hizo que mis ojos bailaran
del plato al espectro que tenía delante varias veces, y a cada ida y
venida, estaba cada vez más atónito.
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