Era la hora, la de todos los días de lunes a viernes. El pasillo de metro y medio quedaba despejado. Nadie sabe muy bien quién daba la señal, aunque todos en general llegado el momento recogían sus cosas y lentamente desaparecían por las diferentes puertas que desembocaban al corredor. El semi bullicio enmudecía, y aquel pasillo se hacía eternamente sordo. Tras los ventanales de las estancias algunos curioseaban, pues no daban crédito a lo que les habían contado, acompañado por otros que seguían intentado corroborar la historia. No habían campanadas que anunciara nada, simplemente un gélido pasar presagiaba su inminente llegada, y todos se volvían, agachaban la cabeza, o simplemente cerraban los ojos. Un taconeo acompasado, perfecto, como guiado por un metrónomo en «Larghetto», preciso, siempre igual, cuarenta y nueve negras por minuto, cuarenta y nueve golpes de tacón que recorrían el minuto de pasillo silente. Después, el gélido pasar se desvanecía, como se desvanecía el rastro de los sonoros cuarenta y nueve y una respiración contenida se exhalaba al unísono. Tras dos minutos, el pasillo recobraba su vitalidad habitual, aunque aún tardaría en recobrar su semi-bullicio. Algún osado intenta convencer al resto de que ha visto pasar el hálito de la muerte, pero ninguno hablaba, ni escuchaba, simplemente dejaban que pasara, que se desvaneciera, que vaya y venga a su antojo, pero sin mirar, no sea que al paso tuviera que cambiar la cadencia para recogerlo y por el camino a alguno más. Es lunes y aún quedan ciento noventa y seis golpes de metrónomo hasta que pase el viernes y seguimos aquí.
Allí se postró, entre ambas tumbas. Reinaba el silencio sordo del camposanto. El trémulo suspiro de difuntos. No corría la brisa, ni cantaba la paraulata en este amanecer. Contemplaba los nombres, en sus lapidas, de dos hombres cabales muertos por una cuita entre ellos , y dicen que por ella. Dos palos de hombres que se gallearon hasta morir, uno a manos del otro. Si alguien supo en realidad qué los llevó hasta ahí, lo desconocía, sólo sabia que por culpa de un baile y de aquellas muertes, ella andaba de boca en boca de todo aquel que paraba sus orejas a escuchar el cuento, y como no, para luego distorsionar la historia una "miajita" más. Alguno recitaba cual juglar la coplilla, en la esquina del Abasto, Barbería, o a la sombra de la fuente cuando iban las muchachas con sus cántaros a por agua. Nunca importo quien fue, nadie salió en su defensa. Su nombre fue arrastrado como en pelea de comadres . Quedó en ella el estigma del mapurite del que todos huyen
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