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LARGHETTO SILENTE


Era la hora, la de todos los días de lunes a viernes. El pasillo de metro y medio quedaba despejado. Nadie sabe muy bien quién daba la señal,  aunque todos en general llegado el momento recogían sus cosas y lentamente desaparecían por las diferentes puertas que desembocaban al corredor. El semi bullicio enmudecía, y aquel pasillo se hacía eternamente sordo. Tras los ventanales de las estancias algunos curioseaban, pues no daban crédito a lo que les habían contado, acompañado por otros que seguían intentado  corroborar la historia. No habían campanadas que anunciara nada, simplemente un gélido pasar presagiaba su inminente llegada, y todos se volvían, agachaban la cabeza, o simplemente cerraban los ojos. Un taconeo acompasado, perfecto, como guiado por un metrónomo en «Larghetto», preciso, siempre igual, cuarenta y nueve negras por minuto, cuarenta y nueve golpes de tacón que recorrían el minuto de pasillo silente. Después, el gélido pasar se desvanecía, como se desvanecía el rastro de los sonoros cuarenta y nueve y una respiración contenida se exhalaba al unísono. Tras dos minutos, el pasillo recobraba su vitalidad habitual, aunque aún tardaría en recobrar su semi-bullicio. Algún osado intenta convencer al resto de que ha visto pasar el hálito de la muerte, pero ninguno hablaba, ni escuchaba, simplemente dejaban que pasara, que se desvaneciera, que vaya y venga a su antojo, pero sin mirar, no sea que al paso tuviera que cambiar la cadencia para recogerlo y por el camino  a alguno más. Es lunes y aún quedan ciento noventa y seis golpes de metrónomo hasta que pase el viernes y seguimos aquí.

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