Que pequeñas resultan nuestras casillas y cuánto nos vanagloriamos de ellas. Nos giramos, e iracundos clamamos al cielo para que se nos equipare al Santo Job. Estrecha es nuestra paciencia. Nos menoscaba la primera gota que se precipita al vacío olvidando que tras ella viene otro infinito mundo. Una gota, una chispa en un bidón de gasolina que nos hace explotar, que nos vuelve violentos, y el desastre se alía con la nada a fin de llegar a ninguna parte por más que nos expliquemos a gritos. Pasa la tormenta gracias a esa infinita paciencia que va precedida de un portazo. Se enfría la furia paciente al compás de la vergüenza, la honda pena, el pesar de no haber comprendido la degeneración humana, por no haber querido un poco más, y el «por qué no me habré...» una vez más. Y tú ya no estás, has regresado al mundo de la inconsciencia involuntaria. La tormenta, y después la niebla que te trae y te lleva a un desván de recuerdos actuales, pasados, antiguos, ambiguos, que te regresa a la otra la consciencia. Y vuelves como alma perdida, sin rumbo, ajena, sin saber por qué brotan las lágrimas. Sólo queda el «y por qué no me habré...», pero eso será otro día con el propósito de agrandar las casillas. Ahora toca recoger los trozos rotos del alma al verte de nuevo errante.
Allí se postró, entre ambas tumbas. Reinaba el silencio sordo del camposanto. El trémulo suspiro de difuntos. No corría la brisa, ni cantaba la paraulata en este amanecer. Contemplaba los nombres, en sus lapidas, de dos hombres cabales muertos por una cuita entre ellos , y dicen que por ella. Dos palos de hombres que se gallearon hasta morir, uno a manos del otro. Si alguien supo en realidad qué los llevó hasta ahí, lo desconocía, sólo sabia que por culpa de un baile y de aquellas muertes, ella andaba de boca en boca de todo aquel que paraba sus orejas a escuchar el cuento, y como no, para luego distorsionar la historia una "miajita" más. Alguno recitaba cual juglar la coplilla, en la esquina del Abasto, Barbería, o a la sombra de la fuente cuando iban las muchachas con sus cántaros a por agua. Nunca importo quien fue, nadie salió en su defensa. Su nombre fue arrastrado como en pelea de comadres . Quedó en ella el estigma del mapurite del que todos huyen
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