Sonaron las campanadas entre la risa de los asistentes, y aunque no era medianoche, cuando quisieron darse cuenta sólo quedaban tus preciosos zapatos rojos. No te los llevaste contigo a danzar por las tierras de Oz. Tampoco fuiste el objeto de las pesquisas de un príncipe que no recordaba tu belleza, tu voz, o el terciopelo de tu piel, y que simplemente se conformaba con encontrar un pié que entrara en esos zapatos. No, no marchaste a un Fashion Week, como protagonista de la pasarela. Simplemente te acomodaste en los brazos de morfeo, dulcemente, sin más. Y nos dejaste la sombra, para hacer acto de presencia, para que no te olvidemos, para dejar tu impronta. De nada sirvió pedirte que si volvías a marcharte en pos de lo onírico, te acompañaran los zapatos y la sombra perturbadora del ausente. De nada sirvió. Reunión tras otra, allí permanecían aparcados en el centro de la reunión, como uno más de los asistentes. Daba igual que fueran verdes, rojos, o amarillos, allí estaba el conjunto, como el maestro de ceremonias, como un marmolillo.
Ha pasado el tiempo, ya nadie viene, pero cuando dan las campanadas en el salón aparecen los tacones y la sombra silentes a pedirme cuentas, entonces, me siento, cojo mi libro y empiezo a relatar en voz alta. Poco a poco se va desvaneciendo hasta la próxima, en la que espero no vuelvas a aparecer.
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