María Amalia, era mujer mayor, o como diría ella misma, «muchacho, yo ya he dejado muy atrás la cuarta edad y me encuentro en la primera reencarnación». Aún así, conservaba un más que aceptable estado de salud física y mental, que le permitía recorrer todos los días su trayecto favorito, desde la Plaza de los Chisperos hasta la Glorieta de Quevedo, pasando por la plaza de Olavide, y de vuelta a casa.
Recordaba cuando en sus años mozos era el delirio de los jóvenes, y se regalaba de piropos cuando se regodeaba ante ellos con un contoneo espectacular, moviendo su rizada melena morena, y guiñando el ojo a todos, según se los cruzaba al paso. Se convirtió en un fervor tal que el día que Amalia faltaba a su cita, todos se concentraban bajo su balcón a la espera de que se asomara.
El tiempo del fervor de los jóvenes de su época fue pasando, «caducando como los yugurines» como dice Amalia. Ella mantuvo el tipo, y siempre hubo un quién al que el elevar el fervor era cosa de coser y cantar. «Yo modistilla, me apaño los rotos, pero siempre con una buena hebra» y se reía de forma franca, con los brazos en jarras.
Ya no eran esos tiempos, ya nadie le soltaba piropos como antaño, sin embargo, en uno de sus paseos descubrió cierta mañana de primavera a un tal Jacinto, un tanto irreverente, mucho más joven que ella, y que, asomado en su balcón de la calle Trafalgar, a su paso le silbaba. Cuando por algún casual, ella se adelantaba en su paseo, espera sentada en los bancos de la plaza de Olavide, hasta que él se asoma al balcón, entonces, ella se levantaba y pasaba por debajo contoneándose a la espera del silbido, que por supuesto nunca faltaba. Aquello le traía muy gratos recuerdos, y le animaba para volver cada mañana. Qué más daba si ese lisonjeo procedía de un precioso guacamayo Jacinto, «ya nadie silba tan bonito como este galán que me tiene robado el corazón». Y volvía a casa con la sonrisa puesta, y la necesidad de volver a levantarse al día siguiente para regalarse de piropos.
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