Me detengo por unos instantes, antes de dejarme engullir por la densa niebla. Me detengo para observar los férreos muros que sustentan la vida. Cierro los ojos, me abrazan, me cobijan, me hacen sentir el ser capaz de seguir en el camino, inyectarme el ánimo suficiente para andar otra vida. Luego los abro y contemplo a mi espalda todo el desanimo que he arrastrado por el camino. La alforja de las decepciones, traiciones, engaños, propios y ajenos. El macuto dónde se almacenan todas las veces que me han ignorado, las que he dejado de querer, las que hacen de menos. Qué excusa me pongo para cegarme y dar un paso al lado contrario de esta niebla. Aquí estoy, inmóvil, petrificado, debatiéndome entre un «Adiós» y un «Como decía ayer»
Allí se postró, entre ambas tumbas. Reinaba el silencio sordo del camposanto. El trémulo suspiro de difuntos. No corría la brisa, ni cantaba la paraulata en este amanecer. Contemplaba los nombres, en sus lapidas, de dos hombres cabales muertos por una cuita entre ellos , y dicen que por ella. Dos palos de hombres que se gallearon hasta morir, uno a manos del otro. Si alguien supo en realidad qué los llevó hasta ahí, lo desconocía, sólo sabia que por culpa de un baile y de aquellas muertes, ella andaba de boca en boca de todo aquel que paraba sus orejas a escuchar el cuento, y como no, para luego distorsionar la historia una "miajita" más. Alguno recitaba cual juglar la coplilla, en la esquina del Abasto, Barbería, o a la sombra de la fuente cuando iban las muchachas con sus cántaros a por agua. Nunca importo quien fue, nadie salió en su defensa. Su nombre fue arrastrado como en pelea de comadres . Quedó en ella el estigma del mapurite del que todos huyen
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