Su condición de estatua humana le había
proporcionado el mejor registro de sonidos archivados en memoria humana,
gracias a su finísimo oído y a su capacidad de concentrarse en lo que escuchaba
hasta que lo identificaba. Tal era la perfección adquirida, que desde su
pedestal, con el que había recorrido infinidad de plazas, túneles de metro, y
calles, distinguía a la perfección el sonido, su procedencia, y con un
margen de 5 cm, la ubicación.
Como la profesión de mimo estático daba
para muy pocas alegrías, comenzó a hacer bolos nocturnos. Llamaba la atención
de los transeúntes y se dedicaba a pronosticar, si pasaría un coche, o si al
girar la esquina, nos encontraríamos una pareja haciéndose unos arrumacos, o
adivinar que objeto era el que dejaba caer al suelo alguno de los presentes en
el corro. Esto le reportó unos beneficios interesantes, sin embargo, comenzaron
a tacharlo de charlatán a partir de aquella tarde que tras una celebración, en la
que se empleó un poco más a fondo con el vino, no acertó ni con el ruido que
hacían sus propios pasos. Como consecuencia de aquello, su auditorio fue
mermando, y aunque migró hacia otros lugares, nunca volvió a ser lo mismo.
Durante las mañanas seguía empleándose en
sus estatuas. Había estrenado un personaje nuevo, una perfecta caracterización
de un Guardia de su Majestad la Reina que, al accionarse mediante el depósito
del óbolo en su correspondiente cesto, desfilaba ante los concurrentes.
Una de esas mañanas de Agosto, en las que
la ciudad se encuentra más inhóspita de lo habitual, se encontraba subido a su
tarima y empezó a percibir un sonido desconocido. ¿Algo no tenía registrado en
su amplio archivo?, lo que sí podía identificar era la lejanía, y lo que si
estaba claro, era que procedía de el recodo del pasillo, allí donde no llegaba
su vista. Ante la persistencia de aquel ruido decidió acercarse, y dado su
carácter de mimo lo hizo en silencio no fuera que se encontrase a alguna pareja
en posturas más allá de los arrumacos, que ya le había ocurrido en otrora
ocasión.
Al girar el recodo, y por uno momento, se
le heló la sangre. En el suelo yacían dos personas. El de encima, rodeaba
con sus brazos el cuello de su víctima que sólo era capaz de emitir aquel ruido
que había escuchado, el que no era capaz de reconocer, y dado el color
sanguinolento de su rostro estaba dando probablemente sus últimas bocanadas de
aire. Sin pensarlo, gritó todo lo fuerte que fue capaz. El atacante, vestido de
negro y encapuchado, al escuchar la voz soltó su presa y salió disparado en su
dirección empujándole al paso. Aunque perdió el equilibrio le dio tiempo a
escuchar perfectamente cómo desaparecía por el pasillo.
Se aproximó a la víctima y comprobó que su
respiración era normal, y empezaba a recobrar su color de tez. Alertados por
los gritos, comenzaron a aproximarse más personajes a la escena, así como la
seguridad, e incluso agentes policiales.
Aquella mañana fue un desastre para la
recaudación, sin embargo estaba satisfecho, había conseguido salvar una vida y
el agradecimiento eterno de aquel hombre. Los agentes de policía le retuvieron
durante varias horas, hasta que prestó declaración por escrito de lo acaecido,
pero como le habían dicho, “dado que no ha visto al atacante, la declaración sera
un mero trámite del atestado”.
Tal cuál oyó, contó, y lo que vio,
también, pero antes de finalizar su declaración recordó claramente lo que sus
sentidos rememoraban cuando el atacante se escapaba por el pasillo.
"Aproximadamente 1,70. Llevaba botas,
y la derecha tiene un clavo en el tacón. Lleva pantalones impermeables,
¿saben?, hacen un ruido clásico cuando se rozan las piernas al correr.
Perforaciones en ambas orejas, no muy grandes, silban cuando corre, pero
lo más significativo era el chasquido que emitía su hombro, seguramente de
alguna lesión, pero del derecho. Lo puedo reconocer perfectamente si lo vuelvo
a oír, y más si se acompaña con el ruido del tacón, pues ambos me recuerdan al “tracatraca”
de un tren". Los agentes miraban con incredulidad, sin embargo el
comisario López curso órdenes de vigilar a todo sospechoso con esas
características.
Según pudo enterarse, no era la primera
vez que se había producido un ataque semejante, aunque sólo en este caso la
víctima había conseguido sobrevivir. Era la primera vez que se conseguía una “descripción”
más o menos real del sospechoso.
Pasaron los días, y con ellos los rigores
extremos del verano. Subido en su pedestal interpretaba a su Guardia cuando
divisó al fondo del pasillo al comisario López que con una gran sonrisa le
saludaba.
- Comisario, ¿qué le trae por aquí?
¿Qué le trae por los bajos fondos del metro?
- Vengo a darle las gracias, y al
tiempo para informarle que gracias a su descripción hemos conseguido detener al
asesino.
- Oh, eso es fantástico, me alegro mucho.
Desde que ocurrió aquello, no paraba de agudizar el oído no fuera que
apareciese de pronto ese individuo y me atacará a mí. Me quedo muy aliviado.
Por cierto ¿va a necesitar que declare ante el juez?
- No, no creo que sea necesario,
conseguimos identificarle y le detuvimos cuando estaba atacando a una nueva
víctima. Un señuelo que le colocamos y al que entró como un corderillo al
redil.
- Pues, con sinceridad comisario, me
alegro muchísimo.
- Por cierto, quiero proponerle un nuevo
oficio. ¿Le gustaría formar parte de mi grupo de investigación?
- Bueno, soy excepcional como mimo, pero
no sé cómo puedo ayudar al cuerpo de policía.
- Tome mi tarjeta y piénsenselo,
mañana lo veo en la comisaría, ahí tiene mi dirección.
- Vale. Mañana nos vemos y ya me contará
sus planes. Hasta mañana.
Recordaba aquella horrible mañana de
agosto desde su nuevo pedestal, situado en la plaza mayor, y como todo
aquello había cambiado su vida. Ahora pertenecía al grupo investigación de delitos
menores por su excelente capacidad para identificar sospechosos nada más
oírlos. Se había olvidado de lo que era sufrir por el bolsillo, y lo más
importante, seguía haciendo lo que más le gustaba, el Mimo.
FOTO J. L. VEGA
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