Don Juan Alberto Montardo regentaba un
local minúsculo, pero lo suficientemente grande como para albergar todos y cada
uno de aquellos "corotos" que había ido atesorando a lo largo de su
vida. No tenía enfermedad alguna, y menos la de Diógenes. No, Juan Alberto
era el Monte de Piedad particular para sus paisanos, que recurrían a él cuando
la mala fortuna apretaba y necesitaban plata para poder comer, o cualquier otra
cosa que fuera fundamental.
Juan Alberto no era un millonario de
mansión, ni de criados, ni de fincas. Juan Alberto era un cosechero y faenaba
de sol a sol como el resto, sin embargo carecía de cargas pues jamás se
interesó por él muchacha alguna del pueblo, y como él tampoco, sólo necesitaba
una mínima parte de lo que ganaba para subsistir.
Una buena mañana de primavera, cuando todo
está fresco y verde y el viento trae aromas a nuevo desde los cafetales de las
laderas del norte, se acercó su compadre Raimundo de Dios. - "Compadre,
ando muy apurado, Claudia Marina necesita un vestido nuevo para su fiesta de
comunión, y hasta que no recoja la siembre el mes que viene no puedo
comprárselo. ¿Me prestarías el dinero?".
Juan Alberto era un hombre cabal, y antes
de contestar nada a su primo, se rascó la cabeza, y mirando de frente le dijo
que sí, pero con dos condiciones. "A cambio me dejarás en prenda algún
objeto de valor a modo de fianza, y además, ese objeto, debes acompañarlo de la
historia personal que encierre, yo guardaré tu objeto hasta que lo puedas
recuperar, sin embargo, la historia me la quedaré". Raimundo aceptó de
buen grado, aunque lo de la historia iba a ser más difícil pues de escribir
nada de nada. "No hay problema compadre, vente mañana por la noche a casa,
que yo escribiré mientras nos bebemos un vaso de esa caña de azúcar que tengo y
que tanto te gusta".
Desde entonces, fue recopilando aquellos
"corotos". Los limpiaba, dejaba en perfecto estado, y cada uno de
ellos le contaba una historia de sus paisanos, de su gente. Habían pasado
cincuenta años de aquel vestido de primera comunión, y salvo en dos ocasiones,
que fueron retirados, conservaba todos los objetos que le habían dejado en
depósito. De todos, sólo uno conservaba que no tenía historia, una bonita
estilográfica que le dejó en depósito Olademis Arcadia Belita, una joven
que contaba con quince años cuando fue a verle, y aunque él contaba con
veintiocho, no pudo dejar de reparar en la belleza de la niña, así como en su
extrema timidez. La joven pidió por la estilográfica una insensatez, el pago de
la compra de un lazo encarnado en la mercería de doña Elbertina.
- Olademis, esta pluma vale más plata que
todo eso, no puedo aceptar. Dame otra cosa de menos valor, mucho menos, y
guarda la pluma por si tienes otra necesidad en otro momento.
La joven no consintió ante la negativa de
Juan Alberto, lo miró, y como pudo arranco de su garganta la única frase que
jamás le oiría decir. "Don Juan, eso es lo único que quiero, y hasta que
usted acepte mi estilográfica, ni comeré, ni dormiré, ni me iré de aquí".
Tanta firmeza hizo que aceptara sin más, lo que provoco en la joven un esbozo
de sonrisa y el pistoletazo necesario para salir huyendo del local como si no
hubiera un mañana, por lo que no pudo pedirle la historia de la estilográfica.
Aunque intentó conseguir de Olademis el relato, nunca fue capaz de encontrarse
con ella, siempre que llegaba a algún sitio creyendo que ahí estaba, acababa de
marcharse. Finalmente desistió y decidió que aquella estilográfica pasaría a
ser testigo de todas las notaciones en su libro de préstamos, al tiempo que
redactora de las historias de aquellos cuyas artes caligráficas no pasaban de
la firma con el pulgar.
Estando en estas historia, entró en su
local una joven, que ni por asomo era Olademis, sin embargo sintió revivir
aquella escena de nuevo, sólo minutos después a haberla rememorado. Aún
desconcertado, preguntó a la niña.
- Buenos días jovencita, ¿quién eres y qué
te trae por aquí?
- Buenos días don Juan Alberto, me llamo
Melisenda Mayra, y le traigo recado de mi tía Olademis. Le ruega
encarecidamente que me acompañe a su casa.
-¿Olademis? Vaya, por fin. No hablemos
más, llévame pronto. Será cosa de urgencia cuando te ha pedido que vengas a
buscarme.
La niña asió tan fuerte como pudo la mano
de don Juan Alberto y casi arrastras lo sacó del pueblo. Pensó, "Las
jóvenes de esta familia deben estar acostumbradas a ir a toda velocidad",
casi no había tenido ni tiempo de cerrar las puertas del almacén, cuando ya
estaban al pié de los cafetales que distaban del pueblo unos tres kilómetros.
Ahora comprendía cómo no había encontrado a la tía de la muchacha pues su
camino habitual, cuando era joven y aún se dedicaba a cosechar, era justo al
lado contrario. Subieron y bajaron varias laderas entre cafetales verdes
cuajados de bayas rojas. A la cuarta loma tuvo que pedir a la niña detenerse
por un momento. Aunque ágil, sus rodillas no aguantaban semejante trotar de
potrillo, y salvo que su tía quisiera volver a verlo, pero de cuerpo
presente, era mejor detenerse a descansar un poco, sólo hasta recobrar un poco
la serenidad de piernas. Pasaron escasos cinco minutos cuando la niña volvió al
ataque. Quedaba mucho menos de lo que él pensaba, tan sólo un par de lomas más,
eso sí, las más escarpadas de toda la región.
Tras coronar la última loma, llegaron a
una meseta en donde se encontraba una pequeña finca con su correspondiente
casona de estilo colonial, perfectamente encalada. En todo el perímetro de la
casa, se levantaba una columnata a modo de atrio sobre el que volaba el tejado
unos cinco metros. Un magnífico portón se abrió según se aproximaban y que daba
paso a un patio interior con brocal adornado por Orquídeas y mil variedades de
plantas.
- Bueno Melisenda, ¿ya hemos llegado? ¿Y
tu tía?
El silencio fue lo que recibió por
respuesta, mientras la niña se dirigía con los brazos extendidos hacia una
mujer de mirada afable que se aproximaba.
-Buenos días D. Juan, gracias por aceptar
la invitación de la señorita Olademis. Me llamo Evalis Magali, madre de Melisenda.
Si es tan amable y me acompaña, le mostraré dónde puede asearse y recomponerse.
Me da que mi hija Melisenda no ha tenido mucha compasión, y le ha traído como
un caballo desbocado. También le dejaré un poco de café recién colado por si le
apetece.
Aceptó de buen grado ambos ofrecimientos.
Hacía muchos años que no había visto a la que aún recordaba como una
niña, y desde luego no iba a ser él quien se presentara ante la
"señorita" todo sudoroso, pues aunque cosechero de toda la vida,
siempre había ido como un pincel aunque sólo fuera por vanidad propia.
Media hora más tarde Evalis entraba en la
habitación en la que él se encontraba.
- D. Juan, espero que todo esté de su
agrado, si me acompaña iremos a ver a la señorita Olademis, se acaba de
despertar, y aunque está delicada, ha pasado una buena noche y se encuentra con
fuerzas suficientes para recibirle, incluso tomar un refrigerio juntos.
- Perdóneme Evalis, es la segunda vez que
escucho que hace referencia a Olademis, como la señorita. Sin embargo su hija,
cuando se ha presentado, me ha dicho mi tía. ¿Es que no son hermanas?
- Tiene razón, Olademis y yo somos
hermanas de padre, sin embargo ambas nos criamos en la finca desconociendo esa
verdad hasta la hora de su muerte, que fue cuando nos dijo quiénes éramos. Al
final es una costumbre, que por descontado me cuesta alguna mirada de
desaprobación cuando lo digo delante de ella, y que no puedo evitar.
Prácticamente con el fin de la
explicación, llegaron a la estancia de Olademis. Para qué decir que la
habitación era lo más grande que había visto en su vida, y desde luego bonita.
Pensó, "si alguna vez tengo una habitación de este tamaño quiero que sea
exactamente igual a esta".
Sentada en uno de los sillones junto a los
ventanales que permitían el paso de los rayos del sol, estaba ella. Levantó la
mano, y dijo enérgicamente
- Acercaos, ahí no os puedo ver. Evalis,
trae a nuestro invitado para que lo vea.
Así hicieron. Olademis conservaba la
belleza que recordaba, evidentemente con unos cuantos años más, sin embargo
también tenía una palidez extrema que indicaba claramente que su salud no
estaba pasando por un buen momento.
- D. Juan, ¿cuántos años sin saber de
usted, dónde se ha metido? Créame, me he pasado todos estos años intentando
saber de usted, pero no ha habido forma.
La cara de estupefacción, dio paso a
varios minutos de risa cuando comprendió que aquella muchacha tímida de hace
tantos años, le estaba tomando el pelo.
- Ya ve, Olademis, desde que salió por aquella puerta, no me
quedó otro remedio. Jamás en mi vida alguien tuvo tanto aplomo en llevarme la
contraria, así que desaparecí.
Continuaron la conversación mientras tomaban
el refrigerio. Se enteró de cómo siendo niña se escapaba de la finca al pueblo
cuando su padre salía de partida con los hombres para la recolección del café,
pero dado el carácter de este, no lo podía hacer abiertamente, pues eso le
podía costar un disgusto. Años después, Don Regino, tras un accidente a caballo
perdió la movilidad de sus piernas, lo que la obligó a ponerse al frente de la
finca y por lo tanto ya no bajó más por el pueblo, sin embargo era conocedora
de toda noticia que allí acaecía gracias a su hermana, que de vez en cuando
bajaba para gestionar el aprovisionamiento de la finca.
- Cuénteme Don Juan, va a dejar pasar esta
ocasión para pedirme lo que tantos años lleva queriendo pedirme. Le advierto,
estoy muy enferma, me queda poco tiempo, así que esta es su ocasión.
- Verá Olademis. Me he acostumbrado a
vivir sin esa historia. Es cierto que me gustaría tenerla, pero me gustaría
mucho más poder venir a verla muchas veces, y charlar como hemos hecho hoy. Me
entristece que tras tantos años esto vuelva a ser, de nuevo, tan efímero como
la primera vez que la vi.
- La vida es un poco rara, pero tiene sus
compensaciones. Tiene razón en que esto es efímero, pero le aseguro que este
rato me ha dado mucha vida, aquí dentro, como para una eternidad. Ahora me va a
tener que disculpar de nuevo, he de ir a descansar, eso sí muy feliz, me
encuentro muy fatigada. Por cierto don Juan, se ha hecho tarde, no baje ahora
al pueblo, quédese esta noche, sea mi invitado, y así podrá decirme nuevamente “Adiós”.
¡Ah!, una cosa más, encima del mueble de la habitación encontrará una caja que
quiero que se lleve mañana cuando regrese.
- Muy bien, así lo haré, pero si me llevo
algo, a cambio le he de dejar su compensación, así que le devuelvo su
estilográfica.
- No, y ya sabe que cuando digo no, es que
no. Quédese la estilográfica, y cuando abra la caja comprenderá el por qué de
qué no quiera que me la devuelva.
Se retiró de la estancia junto con Evalis,
y aprovechando que aún quedaba algo de claridad, dieron un paseo por el patio.
-Cuénteme Evalis, ¿tan grave está
Olademis? Es difícil no notar esa palidez profunda de su piel, aunque se ha
acicalado para la ocasión, y haya sonrosado sus mejillas.
- Don Juan, se nos va, se nos apaga como
una vela. Don Lisardo, su médico, la visitó ayer tarde una vez más, y no guarda
esperanzas de que llegue más allá de un par de noches. Ha hecho todo lo que ha
podido, no ha habido remedio que no se haya tomado la señorita, perdón, mi
hermana. Hasta mandamos llamar a Sixta, la curandera seguidora de María
Lionza, pero tal cual entró se fue rogándome que llenara la casa de estampas de
José Gregorio Hernández, pues sólo él podría salvarla.
Don Juan quedó en silencio, haciendo suya
también la tristeza de Evalis. Siguieron caminando hasta llegar a la estancia
de invitados donde se despidieron con un "Hasta mañana, si Dios nos lo
regala".
Entró en su habitación cabizbajo. Se
acercó a los pies de la cama para dejar su chaqueta, y al levantar la vista vio
sobre la cómoda un paquete. No había nada extraño más que eso, por lo que
supuso que sería la caja que Olademis anunció que estaría a su disposición para
cuando marchara al día siguiente.
Tentado por la curiosidad, se acercó con
el fin de abrir la caja y ver de qué se trataba. Su sorpresa sería notable,
cuando vio sobre la caja una nota dirigida a su nombre D. Juan Alberto
Montardo, que presto abrió esperando más pistas sobre el contenido de la caja.
- Estimado D. Juan, puede que la
curiosidad le tiente, pero por si acaso, recuerde que la abrirá cuando se
marche, no antes. Espero que descanse, y buenas noches.
Volvió a depositar la misiva en el sobre y
la dejó sobre la caja. Una vez más Olademis había conseguido salirse con la
suya, y no era por miedo ni nada por el estilo, desde el primer día el aplomo
de esa niña le había cautivado tanto que cualquier cosa que le hubiera pedido,
se la hubiera concedido. Pasó la noche en vela sentado junto al ventanal viendo
como la luna plateaba el valle que dormía silente esperando a que pasara la
noche, como él esperaba. Con los primero rayos de sol, con la bruma nocturna
aún sin disiparse, se aseo, y salió de su habitación. No era el único que
estaba en danza, Evalis daba instrucciones pertinentes al personal de la
finca con los ojos rebosantes de tristeza, una tristeza mucho más profunda que
la tenía la noche pasada al despedirse.
- Nos ha dejado D. Juan, Olademis se nos
ha ido.
- Dios la bendiga y la proteja.
D. Juan, atesoro en sus brazos a aquella
mujer buscando consolarla, y consolarse a su vez. De nuevo, la niña se le había
escapado. Pasado el tiempo de velatorio, funeral y entierro, Don Juan se
despidió de Evalis, volviendo entre cafetales a su vida, su pueblo, su gente,
su almacén de historias incompletas.
Al calor de unas ascuas, sentado junto a
su mesa de comer, leer, escribir historias y mucho más, miraba el paquete que
se había traído de la finca de Olademis. Su vista se perdía entre la caja y el
recuerdo de aquella mujer en su estancia, que al sol del ventanal,
charlaba con él. Un largo rato de melancolía le invadió, que fue rota por
un gran estruendo, un trueno a modo de pregonero de la torrencial lluvia que se
presentó acto seguido. Finalmente, comenzó a quitar la envuelta de aquel
paquete. Tras la envuelta, la caja, y tras la tapa, un cilindro de papel a modo
de pergamino sujeto con un lazo encarnado.
Contuvo la respiración al tiempo que
apartaba su cuerpo de la caja. Era consciente que se la habían dado en mano,
pero la sensación de mensaje de ultratumba hizo que se le pasara por la mente
nombrar a todos sus "santitos", al tiempo que soltaba un "Ay bendito".
Junto con el pergamino, una pequeña nota manuscrita que rezaba «Aquí la tiene,
muchas gracias don Juan». No hubo más gestos, ni pensamientos en Santos,
simplemente sacó del bolsillo de la chaqueta la estilográfica, la miró como
quien se despide de un ser querido, la depositó dentro de la caja
mientras susurraba «Descansa en paz», y volvió a cerrar la caja mientras se
incorporaba, se colgaba el sombrero, y salía en medio de la lluviosa y fría
noche camino de su almacén, donde depositó la caja en un lugar privilegiado,
delante de todos sus "corotos". Se sentó frente a ellos, a la luz de
la vela se fue durmiendo lentamente y con el último suspiro de vela, se apagó.
Todo el pueblo estaba presente en su
entierro, no hizo falta un bando para comunicar a los vecinos cuándo, ni dónde.
Don Juan era la persona más querida del pueblo, y nadie, incluso los que por
necesidad se desplazaban a otros pueblos para trabajar, faltó. Don Juan fue
nombrado hijo predilecto del pueblo y se erigió una estatua en su nombre.
"Don Juan Alberto Montardo, Benefactor e Hijo Predilecto". El Almacén
pasó a ser un santuario donde las gentes del pueblo, así como visitantes,
podían observar todos los recuerdos e historias que atesoró. Con los años y el
progreso, se fue desdibujando la historia, sus pertenencias almacenadas en los
locales del ayuntamiento, y su estatua pasó a ocupar otro logar del pueblo, y
no la plaza principal en donde se había dispuesto una fuente que rememoraba la
guerra de la independencia. Poco a poco, la historia de don Juan quedó en el
olvido, salvo en un lugar no muy lejano donde una anciana de nombre Melisenda
día tras día enseñaba la historia a sus nietos, para que ellos hicieran lo
mismo cuando fueran mayores.
«Esta es la historia de una
estilográfica, que perteneció al hombre más bueno que jamás he conocido, Don
Juan Alberto Montardo, que regentaba un local minúsculo...»
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