Rozaba la palidez de la luna con sus dedos, y ella sonreía mimosa. Aprovechaba aquellos instantes al máximo, pues eran escasos los días en los que ella le que brindaba su mayor esplendor. Así pasaba las noches, acariciando su plateada faz, susurrando las melodías que aprendía entre fases, rogando que le volviera a su ser, para ser libre, para campar nuevamente entre bosques y cimas, para volver a cantar en las noches de luna llena desde lo más alto.
Aquella bala de plata no lo mató, pero quedó condenado a vivir encerrado en aquel cuerpo sin magia, bípedo, desprovisto de su manto que a la luz de la luna era como un espejo en el que ella se podía mirar. Ya no podía ulular con el viento para arrullarla mientras dormía. Ya no celebraba danzas con el resto de sus hermanos para elegir al mejor bailarín, el que tendría el privilegio de ser su acompañante el día de la reina de la noche.
Su vida transcurría entre la oscuridad diurna de su habitación, y las noches aferrado a la ventana donde la veía pasar. Cuántas noches de luna nueva quiso morir por no tener ni el más mínimo rayo de plata, y se ahogaba hasta que, rendido por la asfixia, quedaba postrado en el suelo.
Llévame Luna,
llévame contigo.
Arranca de mi esta prisión,
este yacer en el olvido.
Comentarios
Publicar un comentario