La luz de la estancia era más tenue que el
lucir de un cabo de vela. Sus ojos no se acostumbraban a aquella oscuridad,
pero era un mal necesario. Sólo en aquellos casos en los que la inspiración
volvía tras sus pasos, regresando con él, encendía algo más de luz y así poder
hacer nítido lo que escribía. No recordaba las veces que en balde había
encendido luces esclarecedoras que se extinguieron sin haber emborronado
aquellas hojas en blanco, ya amarillentas por el tiempo. La oscuridad y el frío
se apoderaban de aquella estancia día tras día, y sólo la esperanza de una
nueva oportunidad para escribir lo alentaba a seguir esperando.
Gélida penumbra
que arrebatas mi alma.
Tu oquedad la vacía,
tu helor, la arrasa
Como anhelo la luz
que destruya
tu silencio macabro.
Que broten rumores,
que nazcan luciérnagas
que susurre la luz,
que entibie esta estancia que se vacía,
que se extravía,
que se apaga.
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