Descalzó su pensamiento. Sigiloso. De puntillas
avanzó lentamente. Un zigzagueo, rápido, como la finta de un hábil deportista
que quiere escapar de su captor, y se ocultó entre sombras para no dejar
entrever flaquezas, alegría, dolor, o gloria. Observó durante unos instantes y
prosiguió hasta la siguiente sombra donde poder ocultarse. Mantuvo la calma. El
pensamiento lívido, para que se difuminara y nadie pudiera leer su contenido.
Pensó en acostarlo en un sueño eterno que lo liberase de las miserias que rodeaban
su existencia, quedar ajeno, abstraído. Una nueva sombra lo cobijaba. Ahí se
sentía seguro, como en el regazo de una madre que abraza, mima, que libra de
todo mal. Una nueva carrera, aguantando al extremo la congoja de todos los
días hasta el ocaso. La libertad. Cerrar los ojos en un profundo sueño hasta
el día siguiente, que ya será otro día. Pero por hoy, ya basta de buscar
sombras para ocultar sus pensamientos. Triste ignorante. Las sombras que lo
cobijaron durante el día, ahora se tornan luz. No hay noche de sueño profundo.
La noche le devuelve todas las miserias ocultas una tras otra, y su pretendida
faz cérea se transforma en todos sus miedos, pesares, pensares. Angustia
nocturna que incrementa su enajenación. Colapso. Fin. Una apoplejía hizo el
trabajo sucio. Quedó donde quería, oculto entre sombras, pero condenado a vagar
atado sólo con sus pensamientos, sin poder gritarlos, expresarlos,
gesticularlos. Prendidos a su alma día tras día.
Allí se postró, entre ambas tumbas. Reinaba el silencio sordo del camposanto. El trémulo suspiro de difuntos. No corría la brisa, ni cantaba la paraulata en este amanecer. Contemplaba los nombres, en sus lapidas, de dos hombres cabales muertos por una cuita entre ellos , y dicen que por ella. Dos palos de hombres que se gallearon hasta morir, uno a manos del otro. Si alguien supo en realidad qué los llevó hasta ahí, lo desconocía, sólo sabia que por culpa de un baile y de aquellas muertes, ella andaba de boca en boca de todo aquel que paraba sus orejas a escuchar el cuento, y como no, para luego distorsionar la historia una "miajita" más. Alguno recitaba cual juglar la coplilla, en la esquina del Abasto, Barbería, o a la sombra de la fuente cuando iban las muchachas con sus cántaros a por agua. Nunca importo quien fue, nadie salió en su defensa. Su nombre fue arrastrado como en pelea de comadres . Quedó en ella el estigma del mapurite del que todos huyen
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