Si se tratase de mi cuaderno de pastas de hule, comenzaría hablando de depósitos que desde el precámbrico se fueron sedimentando paulatinamente hasta llegar al Silúrico. Que en su camino, lleno de transgresiones y regresiones de plataforma marina, con mayor o menor nivel energético, se habría configurado un paisaje laminado de esquistos, pizarras grises, negras, y cuarcitas Armoricanas, del Caradoc, o del Criadero. Y dado que en el devenir de la historia geológica, cualquier tiempo de reposo es mera casualidad, la Orogenia Herzínica elevó todos estos depósitos provocando una gran erosión. Postrera, la erosión Alpina, el Tajo y el Tietar, continuaron con los cambios morfológicos, y en el Cuaternario, las fluctuaciones climáticas remodelan el paleo-relieve, generando los visibles coluviones, glacis, pedreras y terrazas. Todo ello desde hace 800 millones de años, porque las prisas no son buenas compañeras.
Pero aquí no tengo mi cuaderno de hule con sus hojas a mi disposición, ni dispongo de lapices de colores para dibujar el tortuoso capricho de un pliegue, con micropliegues, fracturas, o niveles con spirograptos, cruzianas, o neseuretus tristani.
Me podéis decir que todo esto queda muy bonito, con la salvedad de que, como en todo cuaderno, debería haber especificado en dónde me encontraba, y es cierto. Sin embargo prefiero reservarmelo, quedarme con lo que vi y las maravillas que observé, intentando que mi cabeza imagine cómo esos tranquilos ochocientos millones han dado lugar a este espacio natural.
Desconozco si en su retiro, el Gran Emperador, llegó a recorrer tal belleza. Puedo pensar que, asomado desde sus aposentos, galería o patio, divisaría toda la hermosura que le circundaba. Mas esa gota, que le llevó por la amargura, imagino que no le colmó de la ventura de asomarse a la confluencia del Tajo con el Tietar, y abrazado a su espiritualidad, se conformaba con el manto de flores, digno de la Reina de Cielo, que le obsequiaba el Valle de Jerte. Carezco de imaginación para pensar en Pizarro, Orellana, o incluso con anterioridad, cuando las tropas de la Beltraneja y la de los Reyes Católicos se enfrentaron entre si, admirando los meandros de Tietar. Sin embargo, lo que si es cierto es que todos quedaron prendidos, presos de las maravillas del nuevo continente, básicamente por su brillo. Paradojas.
Entre el Valle del Jerte y Trujillo hay un espacio natural coronado por el Castillo de Monfragüe vestigio de árabes, de los de antes, amantes de la cultura y de lo bello que nos ha proporcionado la naturaleza, al que llamaron «Al-Mofrag», El Abismo. Historias de un castillo o fortaleza que básicamente se reduce a conquistas y reconquistas, parando la cosa en Alfonso VIII, dado su carácter de punto de vigilancia y de defensa estupendo, a orilla de lo abrupto y escarpado del río Tajo. Pero ni de Castillos, ni Árabes, ni Emperadores o Conquistadores, va la cosa. Desde la Atalaya se divisa el «Al-Monfrag», que está muy bien si consideramos la altura que tiene, pero que bien le podían haber puesto «Ayn yumkinuni alttahadduth' iilaa alllah», o «Donde puedo hablar con Dios», pues el lugar se brinda a ello.
Y sea esta la pincelada de un maravilloso lugar para encontrarse con la naturaleza, y con cada uno si somos capaces, o lo absorto que nos deja el paisaje nos lo permite.
Desconozco si en su retiro, el Gran Emperador, llegó a recorrer tal belleza. Puedo pensar que, asomado desde sus aposentos, galería o patio, divisaría toda la hermosura que le circundaba. Mas esa gota, que le llevó por la amargura, imagino que no le colmó de la ventura de asomarse a la confluencia del Tajo con el Tietar, y abrazado a su espiritualidad, se conformaba con el manto de flores, digno de la Reina de Cielo, que le obsequiaba el Valle de Jerte. Carezco de imaginación para pensar en Pizarro, Orellana, o incluso con anterioridad, cuando las tropas de la Beltraneja y la de los Reyes Católicos se enfrentaron entre si, admirando los meandros de Tietar. Sin embargo, lo que si es cierto es que todos quedaron prendidos, presos de las maravillas del nuevo continente, básicamente por su brillo. Paradojas.
Entre el Valle del Jerte y Trujillo hay un espacio natural coronado por el Castillo de Monfragüe vestigio de árabes, de los de antes, amantes de la cultura y de lo bello que nos ha proporcionado la naturaleza, al que llamaron «Al-Mofrag», El Abismo. Historias de un castillo o fortaleza que básicamente se reduce a conquistas y reconquistas, parando la cosa en Alfonso VIII, dado su carácter de punto de vigilancia y de defensa estupendo, a orilla de lo abrupto y escarpado del río Tajo. Pero ni de Castillos, ni Árabes, ni Emperadores o Conquistadores, va la cosa. Desde la Atalaya se divisa el «Al-Monfrag», que está muy bien si consideramos la altura que tiene, pero que bien le podían haber puesto «Ayn yumkinuni alttahadduth' iilaa alllah», o «Donde puedo hablar con Dios», pues el lugar se brinda a ello.
Y sea esta la pincelada de un maravilloso lugar para encontrarse con la naturaleza, y con cada uno si somos capaces, o lo absorto que nos deja el paisaje nos lo permite.
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