La cencerrada.
El noble arte del ojeador consistía en
avanzar desde el lado opuesto de la partida, cencerro en mano, despertando a
todo bicho viviente, bueno concretamente infartando a todo bicho viviente que
estuviera tranquilamente dormido en sus nidos. Tamaña gentileza matutina,
provocaba como es natural en los habitantes del coto, una irrefrenable
necesidad de practicar el vueling o el running por patas, lo que la partida
recibía con gran júbilo a base de fuegos pirotécnicos.
Otra de las habilidades del ojeador
consistía en ser capaz de llevar el adminículo sonoro con porte y elegancia.
Como no podía ser de otra forma, el cencerro no podía ser una campanilla al uso
del sacristán en la procesión del pueblo, no. El cencerro debía de tener unas
dimensiones mínimas estandarizadas de no menos de 50 cm, que gozaba de un
magnífico correaje, como si del arnés de un caballo de tiro se estuviera
hablando, confeccionado con un aterciopelado esparto, resistente y duradero.
Era evidente que los jóvenes gozaban de cierta ventaja por su lozanía y la
fuerza de sus brazos, sin embargo, los adultos ayudados por la inestimable
figura que aportan los años en su trato con la cerveza, gozaban de una técnica
mucho más depurada a la hora de reportar a la naturaleza los gratos sonidos del
badajo.
Finalmente, el ojeador debía ser invisible
y muy visible a la vez. La invisibilidad de cara al enemigo era evidente, sobre
todo frente al avérnico animal, pero pobre de aquel que aproximándose a la
partida, no se hiciera lo suficientemente visible. En fin, que más de uno se
había llevado una perdigonada, pero por suerte para él, nunca había presenciado
caso alguno.
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