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LA CHURRERA DE ADELINA (II)

La cencerrada.

El noble arte del ojeador consistía en avanzar desde el lado opuesto de la partida, cencerro en mano, despertando a todo bicho viviente, bueno concretamente infartando a todo bicho viviente que estuviera tranquilamente dormido en sus nidos. Tamaña gentileza matutina, provocaba como es natural en los habitantes del coto, una irrefrenable necesidad de practicar el vueling o el running por patas, lo que la partida recibía con gran júbilo a base de fuegos pirotécnicos.
Otra de las habilidades del ojeador consistía en ser capaz de llevar el adminículo sonoro con porte y elegancia. Como no podía ser de otra forma, el cencerro no podía ser una campanilla al uso del sacristán en la procesión del pueblo, no. El cencerro debía de tener unas dimensiones mínimas estandarizadas de no menos de 50 cm, que gozaba de un magnífico correaje, como si del arnés de un caballo de tiro se estuviera hablando, confeccionado con un aterciopelado esparto, resistente y duradero. Era evidente que los jóvenes gozaban de cierta ventaja por su lozanía y la fuerza de sus brazos, sin embargo, los adultos ayudados por la inestimable figura que aportan los años en su trato con la cerveza, gozaban de una técnica mucho más depurada a la hora de reportar a la naturaleza los gratos sonidos del badajo.
Finalmente, el ojeador debía ser invisible y muy visible a la vez. La invisibilidad de cara al enemigo era evidente, sobre todo frente al avérnico animal, pero pobre de aquel que aproximándose a la partida, no se hiciera lo suficientemente visible. En fin, que más de uno se había llevado una perdigonada, pero por suerte para él, nunca había presenciado caso alguno.

Los años de experiencia le daban la oportunidad de elegir, así que agarró el cencerro más pequeño del muestrario. Los jóvenes, incansables al desaliento, se tiraron como almas poseídas en busca de los mayores. Aunque clareaba, el cielo despejado anunciaba una helada matutina de aúpa, pero también un sol de honor, y cuanto más pesado el cencerro, más aprieta el correaje que, expuesto al sol, provoca ampollas en toda regla allí donde más duele.



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