La batida.
Como era habitual, había que reunirse en el bar
de Manolo para dar un breve repaso a la magnífica jornada, para rellenar los
huecos que habían quedado en el estómago, y castigar un poquito más al
hígado. Las historias sobre el número de piezas cobradas, pasaban del doble, al
triple, llegando a quintuplicarse a la tercera hora de estancia en el bar. Por
suerte, al ser sábado, la reunión se deshizo para ir a la plaza y ver cómo se
desarrollaba el "beile" y así continuar con la juerga. Aprovechó el
momento y se acercó a la casa. Darse una ducha en ese momento era
imprescindible, uno por el jumillo de la cacería y lo segundo, para despejarse,
pues de seguir así el coma podía llegar a ser mayúsculo.
Una
vez que ojeadores y cazadores estaban en posición, un tiro y una cencerrada
inicial, daban comienzo al espectáculo.
Visto desde fuera, daría la impresión que
aquello era la representación de una batalla entre un ejército bien pertrechado
y otro de pobres infelices, que sin otro elemento de defensa más que un palo y
un cencerro intentaban resolver sus diferencias, cobrar un territorio, o
defender a las mujeres del pueblo de ser secuestradas, emulando la historia del
rapto de las Sabinas, con la excepción de que estas estaban en el Soto a brazo
partido, departiendo el almuerzo antes de la llegada de los mozos.
Avanzaban las huestes cada uno por su
parte haciendo lo que les correspondía, y brincaban los animalillos felices y
contentos al ver tanta expresión de júbilo en el coto. Una vez más, el maligno
animal no hizo acto de presencia, pero ni su espectro, así que la batida quedó
con una espina clavada, y se emplazaron para la semana siguiente a ver si
conseguían dar con el maligno.
Una vez despojado del cencerro, se
aproximó al fuego para intentar quitarse la humedad, y al paso enganchó una
bota, un trozo de pan y un chorizo que acababa de salir de la parrilla, pues el
antídoto matutino hacía ya rato que había dejado de surgir efecto, y necesitaba
una nueva dosis cuanto antes. El resto del almuerzo fue a mejor, y entre bocado
y bocado, iban recordando los absurdos de la noche anterior, como por ejemplo,
la tortilla de cinco huevos y el mismo número de chorizos que se había apretado
el "Rufo" en treinta segundos, y las tres botas de vino completas que
se tuvo que tragar Paco seguidas y sin parar, tras perder la apuesta con el
Rufo. Una vigilia muy meritoria y cultural, que terminó con el Corro de las Troncas.
Simpático entretenimiento local que consistía en formar un círculo en el que
los participantes se pasaban la tronca de un árbol, como quien se pasa un balón
de playa tipo Nivea. El participante al que se le resbalaba la singular pelota
pagaba prenda, esto es, un minuto tirando de la bota. Como era normal, él,
poseía manos de señorita, por lo que no hubo vuelta en la que no le tocara
"tirar de bota", y de ahí su magnífico estado físico esa mañana.
Ya a los postres, un carajillo bien
cargado y una Farias. De entre los asistentes se pidieron churros. Como era
normal, las señoras les invitaron a que se fuera tras alguna encina a evacuar y
que se dejaran de memeces. Sin embargo insistieron. La respuesta zanjó la historia.
La churrera de la Adelina, estaba en el pueblo de al lado, y no era cuestión de
ir a buscarla, salvo que se menearan ellos e hiciera la masa.
La jornada de caza finalizaba después de
una siesta y con el reparto de los simpáticos animalillos, que habían dado su
vida en acto de servicio. Aunque no pertenecía al grupo de pirotécnicos,
siempre se llevaba a casa algunos plumíferos y roedores saltarines
perfectamente preparados, para dar cuenta de ellos en su momento entre unos
gazpachos manchegos, un arroz, o unas pochas.
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